Cuando el 14 de marzo se decretó el estado de alarma por la pandemia, yo llevaba ya unos días viviendo en medio del campo, a los pies de las espléndidas montañas de la sierra de Madrid. Nos habíamos subido unos días antes para evitar el virus, y allí nos quedamos todo el confinamiento. Fui una de las personas privilegiadas por pasarlo en plena naturaleza, realizando de forma inesperada un sueño íntimo largamente anhelado de vida comunitaria con hijos, amigas, hijos de amigas, vecinos, perros, abubillas y demás fauna en un momento y un escenario global absolutamente inéditos.
Confieso que me costó aceptarlo. Las primeras semanas estuve a punto de incorporarme a la primera línea de la atención sanitaria, de volver a trabajar en hospitales. Como médica me parecía mal no estar allí, sentía mucha desazón por todo lo que se estaba viviendo a muy pocos kilómetros, en esa ciudad que, despejada la nube tóxica, parecía resplandecer en el horizonte. Quería volver a la clínica, con urgencia, me parecía inútil permanecer en un lugar tan hermoso y seguro. Sin embargo, varias personas muy queridas me rogaban que no lo hiciera, que no me fuera, que me escuchara y me permitiera el quedarme allí y aportar desde ese lugar, con tranquilidad y calma, que aceptara por una vez mi suerte, que -me recordaban- tal vez no fuera únicamente suerte sino también el resultado de toda una serie de decisiones y procesos previos.
Les hice caso (¡no sé si se lo he agradecido lo suficiente!). Pegada al móvil decidí ofrecer escucha y estudio. Preparé algunas clases en abierto que difundimos desde el instituto, escribí las cartas que fui publicando en este blog y, en mis paseos por la finca, me dediqué a escuchar por teléfono a compañeras sanitarias que estaban en urgencias y hospitales atendiendo la desbordante pandemia. Mientras tanto la naturaleza nos regaló una primavera hermosísima y siguió haciendo su casi invisible pero imparable trabajo. Cuando terminó el confinamiento yo ya no me sentía capaz de volver a vivir en la gran ciudad, a la que ahora ya sólo me acerco cuando me es imprescindible. Algo en mi (y en mi cuerpo) había, definitivamente, cambiado. Todavía me cuesta explicarlo, pero he comprendido que algunos procesos íntimos llevan su propio tiempo, de nada sirve la prisa.
Ahora que termina este año inesperado y, como acostumbro, reviso lo vivido, siento que desde este lugar más aislado se perciben algunas cosas que tal vez en primera o segunda línea no sean tan visibles. Me preocupa mucho el dolor, el cansancio, el agotamiento que percibo en muchas compañeras. La frustración enorme que genera no poder trabajar como una quiere y sabe; el no poder tratar bien a la gente por falta de recursos, tiempo, energía. Me duele ver lo poco que desde las instituciones y desde la sociedad se cuida a los y las profesionales sanitarias. La pandemia nos ha obligado a mirar de frente los temas esenciales de la medicina: la muerte, la enfermedad, la dignidad, el acompañamiento, el alivio del sufrimiento. También el nacimiento. Una vez más, elijo confiar. Quiero pensar o creer que de todo esto saldrán transformaciones profundas y necesarias, que ya se están gestando y moviendo, desde la humanización de la asistencia hasta la conciencia sobre la importancia de cuidar a los que cuidan. Urge revisar el planteamiento de todo el sistema, repensar los cuidados, si, pero también elegir bien los lugares para esa conversación que, cada vez lo veo más claro, no creo pueda darse en las tóxicas redes sociales. Conversar más en espacios abiertos, a ser posible bajo la mirada de los árboles o de los pájaros, podría ser un buen inicio.
Esta distancia también me ha servido para mirar y asumir mi propio dolor por la forma en que trabajé durante muchos años en las urgencias hospitalarias como psiquiatra de guardia. Me doy cuenta de que una parte de mi se quemó o carbonizó, de que aun sufro mucho al recordar el trato que di/dábamos a muchos pacientes psiquiátricos. No sé si algún día sanaré esa parte, no sé si podré volver a trabajar en un hospital como psiquiatra. Es una de mis tareas pendientes. Si logro entender y sanar el dolor que aun cargo por la forma en que tantas veces trabajé en un sistema deshumanizado, si puedo reparar el daño que a otros y a mi misma causé, tal vez pueda sostener otros procesos similares de una forma más saludable.
Una de las muchísimas cosas buenas que me ha traído el año inesperado ha sido recuperar el espacio para leer y escribir despacio (incluso ¡a mano!). Tal vez así pueda ayudar a ir poniendo palabras a todo lo que hemos vivido. Me parece que comunitariamente con la pandemia estamos viviendo un shock colectivo en el que hay mucho de traumático por la dureza de lo acontecido, sobre todo por la falta de acompañamiento y consuelo en muchas muertes, que está dificultando poder transitar de forma amorosa tantísimos duelos. Una vez más necesitamos más amor y menos miedo.
Caminar en silencio en la naturaleza se ha convertido en mi mejor medicina. Me consuela y me anima ver que cada vez somos más en los caminos. Intuyo que la naturaleza sabe o sabrá qué hacer con cada uno de nosotros, siempre y cuando estemos suficientemente abiertos a aceptar su abrazo.
Gracias a quienes me habéis leído, escuchado y sostenido.
Nos vemos en los caminos.
¡Feliz 2021!
5 comentarios en “Un año inesperado”
Me ha gustado mucho Ibone leer lo que afortunadamente me vas compartiendo día a día. Me alegra mucho que te permitieras vivir allí y así el confinamiento y que confirmes tu cambio interno. Me gusta mucho leerte y lo que aportas a los demás. Un abrazo enorme. Pepe Z.
Querida Ibone, lo que más eché de menos durante el confinamiento fueron los paseos por la montaña… y en septiembre me mudé con mi familia de Valencia a un pueblo en la montaña de Castellón, mi terapia también es salir «a tomar viento» fresco XD Están cambiando muchas cosas en mi manera de sentir, de decidir, priorizar, soltar, dejarme abrazar por lo que la vida me trae aquí. Leyendo un libro de Deb Dana («La teoría polivagal en terapia») me he identificado con una parte en la que cuenta, cómo su sistema nervioso autónomo tiene asociada la sensación de «hogar» con la cercanía del mar: para mí es la montaña, el aire fresco y el ritmo de pueblo, lo que me está haciendo reconectar con una sensación de vuelta a casa, que me reconforta en lo más profundo. Gracias por tus palabras.
Me conmueve tu reflexión Ibone. Me identifico con esa necesidad de sanar las heridas que nos dejó trabajar en malas condiciones, en un sistema de salud deshumanizado y cruel. La naturaleza también es mi bálsamo, es volver a lo simple. No se qué nos depara el mañana, pero hoy quiero estar muy quieta junto al tronco de un árbol, escuchando los cantos de los pájaros, sintiendo el viento en la cara, con los pies desnudos sobre la tierra, sabiendo que la vida se renueva en cada instante.
Los que tuvimos la suerte de recibir tus cuidados como psiquiatra nunca percibimos ese «maltrato» como tuyo, si no fruto de un sistema nada humano, despersonalizado y falto de empatia con el paciente con problemas mentales. Un sistema que desgraciadamente 20 años después mantiene la misma situación ante las enfermedades mentales y lo que es peor, frente a los enfermos mentales. Un sistema que en esta pandemia ha dejado de nuevo apartados a sanitarios y enfermos. Afortunadamente en el «sistema» sigue habiendo estrellas como tu que alumbran días oscuros. Nunca olvidaré lo que me hiciste ver. GRACIAS!!!
Como es habitual en ti pones palabras a sentires colectivos y eso apacigua las agitaciones internas de muchos y muchas. Conducir por curvas, en la montaña y de noche es siempre tenso pero resulta más fácil con un coche que vaya delante con las largas. A eso me recuerdan tus haceres y compartires. Un regalo que trae calma.