“Soñábamos con parir a nuestros hijos mucho antes de estar embarazadas. Tal vez desde el día en que nos vino la primera regla, o puede que antes. «Ya eres mujer», nos dijeron. Y, en el fondo, sabíamos que esa sentencia encerraba un tesoro, una fuerza, una promesa: un día podríamos dar a luz. E, inevitablemente, la fantasía: parir, amar, procrear, amamantar. Imágenes que llevamos en el inconsciente desde muy jóvenes, desde niñas.
Crecimos, aprendimos, vivimos y, en determinado momento, amamos. Deseábamos un hijo, o tal vez no. Nos embarazamos. Nos sorprendimos. Engordamos, nos redondeamos, nuestro cuerpo se desparramó…y volvimos a soñar. Soñamos con parir: parir con amor, parir rápido, en cuclillas o acostadas, en casa o en el hospital, con nuestro marido o con nuestra hermana, gritando o en silencio, bajo la luz de los focos o en la penumbra de las velas. Aullando de dolor o anestesiadas.
Con miedo o con risa. Todas soñamos con el parto, con mil partos diferentes, pero siempre, al final, con un abrazo, con un bebé que lloraba y era nuestro bebé, con nuestras lágrimas al ver su cara y olerlo al fin.
Sin embargo, casi ninguna de nosotras imaginó nunca que su hijo nacería por cesárea. Las mujeres solemos tener pocas dudas sobre nuestra capacidad para parir. Podemos temer el dolor en el parto, o que algo malo le pase al bebé, pero a muy pocas se nos ocurre imaginar que el bebé no podrá salir por la vagina y que, en vez de eso, tendrá que salir por la tripa.
No imaginábamos que sería por cesárea. Nunca soñamos con despertar solas en un quirófano, heladas de frío. Con la tripa vacía y cosida, atontadas por el dolor o los sedantes, esperando a que se acercase la enfermera para poder preguntar: «¿Y mi hijo? ¿Y mi hija? ¿Dónde está? ¿Cómo fue todo?». Esforzándonos por salir del sueño sin imágenes de la anestesia, intentando no volver a caer en él. «¿Dónde está? ¿Y mi pareja? ¿Cuándo los podré ver? ¿Puedo beber agua?». Y por dentro, una herida indescriptible, un dolor ciego, sordo, que no sabemos dónde está ni qué es. Un dolor que no identificamos, que nunca antes habíamos experimentado. «Será la herida». Es la herida. La herida emocional.”
En 2005 publicamos este libro: «Nacer por cesárea. Evitar cesárea innecesarias, vivir cesáreas respetuosas» coescrito entre el obstetra Enrique Lebrero y yo. La primera edición llevaba un prólogo de Casilda Rodrigáñez, del que extraigo:
Creo que estamos en un momento de recuperación de la maternidad; y ello requiere crear un cultura nueva de la maternidad que reconozca que la ‘dirección’ del proceso de una maternidad la lleva el propio cuerpo: el cuerpo entendido no como un aséptico contenedor sino como unidad psicosomática en donde lo fisiológico, lo sexual y lo emocional de la mujer van unidos. Nuestros cuerpos saben parir, y el útero se puede abrir «suave y lentamente, sin calambres», como dice Leboyer en su libro El Parto: crónica de un viaje. La medicina, para saber estar en su sitio, para conocer el lugar que debe ocupar en la maternidad, debiera darle la mano a la sexología; y así entender qué es un parto, cómo funciona su fisiología, de qué depende de que encuentre su ritmo y que el proceso se desarrolle de modo placentero, amable:
En vez de contraerse ‘en bloque y brutalmente’,
el útero lo hace lenta, progresivamente y casi con dulzura
cuando la contracción llega a su punto límite
observamos cómo, después de una pausa que, aun siendo breve,
no deja de ser muy nítida, el útero se relaja,
y lo hace con la misma lentitud extrema, la misma progresividad
con una nueva pausa en total reposo.
Esta lentitud, que solo tiene parangón en los movimientos
voluntariamente lentos del tai-chi-chuan, determina
que las contracciones, vistas en conjunto, se asemejen a la respiración
lenta, profunda y completamente sosegada de un niño
cuando duerme y disfruta de un reposo sin par.
(…)
Los primeros planos que muestran el vientre de la mujer
no dejan lugar a dudas en cuanto a la realidad de estas contracciones.
A su vez, los primeros planos de su cara
mientras sigue avanzando en ‘su trabajo’
expresan con elocuencia que,
esa joven mujer, en lugar de ‘retorcerse de dolor’
avanza lentamente hacia el ‘éxtasis’.El modo de dilatación del útero que nos relata Leboyer abre un camino de esperanza para las mujeres, al tiempo que constituye un reto para todos y todas las profesionales que trabajan en torno a la maternidad.
El libro se reeditó en 2013 con Obstare, se tradujo al portugués y al italiano, y ha seguido rulando de madre a madre. Creo que no exagero si digo que ha contribuido a que muchas madres puedan nombrar la violencia obstétrica que sufrieron en sus cesáreas, a sanar la herida emocional, a que otras muchas lograran partos gloriosos después de cesáreas, y a que las cesáreas en general se hagan de forma un poquito más cuidadosa, aunque aun queda muchísimo por hacer para lograr que todas sean respetadas.
PD: El libro está ahora disponible en formato electrónico en kindle.