Vivo en una calle sin coches, llena de gatos. Con pequeñas casas bajas y humildes, a un lado, y bloques feos y sin balcones al otro. Un trozo de pueblo viejo ahora rodeado de barrios de ricos en Madrid. Esperanza, se llama.

La otra tarde falleció mi vecino en su casa, al anochecer, tras noventa años de vida, los últimos sin memoria apenas. Su mujer se había negado a llevarle a una residencia a pesar de lo tremendamente difícil que era cuidarle. «¿Cómo voy a abandonarle ahora si llevamos toda la vida juntos?» me decía ella. Sólo accedió a que fuera a un centro de día unas horas por las mañana, «así al menos puedo hacer la compra y la comida«.

El niño, como ella le decía,  salía cada mañana para ir al centro de día en su silla de ruedas y ella le despedía con un beso en los labios. Coincidíamos muchos días, a veces se me saltaban las lágrimas viéndolos.

Ahora mis tres vecinas son viudas, la más joven tiene 88 años. Charlamos por el patio de par de mañana, a mediodía, al anochecer. Me cuentan muchas historias, me preguntan por mi, por mis hijos, por mis padres. Me hablan de un tiempo en el que no se podia conversar de patio a patio por la cantidad de ruido que hacían los niños, montañas de niños de todas las edades que en pandillas pasaban la mayor parte del día en la calle. Vestigios de una vida en extinción. De un tiempo, de una comunidad. Ahora casi no se ven niños, menos aún pandillas.

No puedo escribir sus nombres, tendría que preguntarles, me da pudor. No sé como hablarles de lo que significan para mi, de lo que me dan, de lo que su presencia cotidiana me aporta. Aunque ahora que lo pienso son las que mejor lo entenderían.

Escribo en mis ratos de insomnio, pienso en la gente que me sigue  y me lee y que a veces me sonríe o me abraza. En todas las historias comunes y aparentemente mínimas. En los íntimos desastres y en los insomnios cotidianos. A veces pienso en lo que me espera fuera. En este reconocimiento que ahora me llega y en el que a la vez me cuesta reconocerme, ese personaje que es iboneolza. En lo que la gente imagina de mi o de mi vida, en las cosas tan hermosas que me dicen, en mi soledad cotidiana mientras sigo intentando domesticar al enemigo interior, tan tóxico a veces.  Hay cosas que me pasan que me parecen muy difíciles de gestionar, de aceptar. Entonces me aferro a este trozo de patio, a mis plantas que ya no se me mueren, a mis vecinas, a mi perro compañero de largos paseos.

La buena noticia es que han vuelto mis ganas de escribir.

Feliz Otoño desde Esperanza.

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15 comentarios en “Insomnios cotidianos”

  1. Cualquier madre del mundo sufre insomnio por sus hijos. La crianza nos enseña que desde el momento de su concepción (sea como sea) esto nos va a implicar un problema de sueño. Recuerdo el día en que me decidí a subrogar un vientre. Fue entonces cuando ya empecé a dormir mal por las noches pensando en como acaecería todo ese proceso. Pero soy tremendamente feliz de pasar noches en vela.

  2. Leerte en tus vivencias es maravilloso. Saber de tu humana lucha, ver a través de tu mirada tanto lo q pasa afuera, a tu alrededor, como lo q te remueve dentro…. gracias por ayudarnos a ver con tus experiencias cotidianas.
    Un abrazo

  3. Hola Ibone.
    No sabes lo que me alegra saber que sigues aquí,con esas nuevas ganas de escribir(aunque no he dejado de leerte).
    Yo vivo en algún sitio parecido(por lo de plantas,muchos gatos,perros de compañía maravillosa)algún que otro niño y todavía cuadrillas de chavales…también tengo a esas mujeres mas mayores que quedan para dar una vuelta a las tardes y contarse sus cosas. Siempre con una sonrisa y preguntándome que tal está mi madre y mis hijos…
    Vente a Gernika,seria un placer compartir tantas cosas contigo.

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