La vida que yo no quería vivir ocupaba por aquel entonces la mayor parte de mi tiempo. Tenía que viajar mucho: trabajaba como comercial de fertilizantes y pesticidas para una empresa de levaduras francesa. Recorría el país de arriba abajo una y otra vez alojándome siempre en aquellos hoteles modernos que ahora recuerdo en blanco y negro. Comía con mis clientes en restaurantes ruidosos y solía cenar solo en las barras de los bares: patatas bravas, sándwiches mixtos o rabas y unas cuantas cañas de cerveza mientras comentaba el partido de fútbol de turno con algún camarero local.

¡Ah los camareros, cuánto me enseñaron en aquellos tiempos! Yo por aquel entonces era joven y atlético, ellos casi siempre me superaban en años y en kilos pero sobre todo en ironía. Tal vez fuera eso que más me gustaba de la vida que yo no quería vivir: aquel despliegue de humor negro y parsimonia que a menudo demostraban los únicos testigos de mi creciente soledad.

Fue en una de aquellas barras donde me la encontré. Hizo su entrada en el bar con su mochila y su aspecto de perroflauta, nunca mejor dicho: lo primero que se ganó fue una bronca del camarero recordándole que los perros no podían entrar en aquel local. Así que volvió a salir, dejo al chucho atado a una farola enfrente de la entrada y entró nuevamente. Se puso a mi lado en la barra y pidió:

_Un par de huevos fritos. Y… ¿las patatas fritas son congeladas o caseras?

_Caseras y fritas en aceite de oliva para la señorita_ El tono del camarero parecía conciliador tras la bronca inicial.

_¡Ah! pues las quiero. Y una clara con gas.

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Llevaba un jersey de lana de colores, unas mallas hechas jirones, unas botas de militar. Con la mano izquierda parecía sostener su barriga y por un instante pensé que estaba embarazada. Cuando por fin llegaron los huevos con patatas y el camarero se retiró a la otra esquina de la barra ella sacó la mano del jersey y pude ver lo que sostenía. Era un cachorro blanco muy pequeño, debía tener unos pocos días. Ya no pude quitarle los ojos de encima: era precioso. Ella me sonrió y me dijo:

_¿Lo quieres coger? Si me lo tienes sin que lo vea el camarero podré tomarme estos huevos con patatas más a gusto, la verdad.

Me pasó el cachorro con una mano y yo lo cogí con las dos. El perrillo me miró fijamente, temblaba un poco.

_Su madre es la que está ahí afuera, se llama Pastora. Tuvo tres más pero ya los he colocado con otros dueños_ la joven untaba cada patata en la yema antes de comérsela.

_Y con este ¿qué vas a hacer?

_No lo sé, por ahora me gusta que Yako esté con su madre. Sólo que cuando viajamos me lo pongo encima para que no se asuste. Como los bebés recién nacidos, que dicen que donde mejor están es en piel con piel con la madre. Vamos a casa de mi abuela, que es la única que me recibe encantada cuando viajo con Pastora. ¡Qué contenta se va a poner cuando vea a Yako!

Mientras ella se deleitaba con cada patata untada en yema yo seguí acariciando a Yako. Al poco noté un inconfundible calorcillo en la palma de mi mano izquierda.

_¡Se ha meado!

_¡Uy, vaya, eso es que después del susto se ha relajado! ¿Puedes guardarlo un momento más? Ya no me queda nada, anda, toma, te paso unas servilletas…

El camarero asomó por detrás de la barra y ahí ya me fue imposible esconder al cachorro.

_Anda, ¡pero si es un cachorrillo! Habérmelo dicho mujer, que no te iba a hacer salir con una criaturilla tan hermosa…¿La madre es esa que está ahí afuera entonces?¿Y dices que te ha meado encima? Anda, déjamelo y vete a lavarte, mientras esta mujer acaba de cenar–.

Aquella noche tardé en dormir. Por primera vez en muchos meses no pensaba en las reuniones del día siguiente ni en las ventas que iban a decidir mi salario mensual. La mirada del cachorro se había instalado en mi retina y por más que cerraba los ojos no se desvanecía. Con ella me llegaron en un torrente otras imágenes del valle: los paseos con mi perra Oma por el bosque, las carreras por las pistas de la parcelaria, las setas que solía coger con mi tío, los veranos cosechando con mi padre hasta el anochecer. Los olores del musgo húmedo, el tomillo y  los níscalos. La soledad de fondo que había experimentado aquellos meses trabajando como exitoso agente comercial pareció iluminar todos los recuerdos de mi vida anterior. La nostalgia se me antojó insoportable, la certeza de que aquella no era la vida que quería vivir se reveló en mi ser.

Volví a verles por la mañana, al salir del hotel camino del aeropuerto. Paré el coche y le pregunté si quería que les acercara a algún lugar, ella me dio las gracias pero no aceptó, la estación de tren estaba muy cerca, no pude ver a Yako. El lunes siguiente dejé mi trabajo en la empresa de levaduras. Mis padres se llevaron un disgusto: no lo podían entender. Volví al pueblo y decidí aprender sobre agricultura ecológica y permacultura: empecé a ver la tierra de otra manera y sobre todo a cuidarla más. Apenas unos meses más tarde adopté a Lua, una labradora que había sido abandonada en un contenedor. Seguimos un programa dirigido para recuperar a perros maltratados y así fue como encontré mi verdadera vocación. Toda esta granja que veis ahora, la perrera y el centro de rehabilitación canina, todo viene de la mirada del cachorro que una noche me hizo darme cuenta de que aquella no era la vida que yo quería vivir.

 

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5 comentarios en “La vida que no quería vivir”

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