ELENA

hojasUna casa en una aldea en las montañas. Parecía una estampa sacada de un cuento infantil: las imágenes en la web mostraban vuestro zaguán, el castaño junto a la fachada izquierda, la puerta de madera pintada de verde, el amplio ventanal que se abría al prado, la montaña sosteniendo vuestra casa de piedra como las ostras que abriéndose muestran sus perlas. Hasta se adivinaba el humo saliendo por la chimenea. No sé qué pudisteis ver vosotros en nuestro pequeño piso a cinco minutos de la Puerta del Sol donde el silencio es impensable y la naturaleza una fantasía de plástico en macetas.  Quiero imaginar que fue Claire, tu mujer holandesa, la que decidió que era un buen intercambio para vosotros, una oportunidad de pasar unos días en la capital lejos de Asturias hartándoos de museos y librerías y me imagino que hasta espectáculos con vuestras dos hijas. Para nosotros que llevábamos ya tiempo metidos en esto del intercambio de casas fue sencillo. La vuestra reunía todo lo que buscábamos para nuestras vacaciones de Semana Santa: monte y silencio o soledad.  Lo que necesitábamos, o eso nos decíamos, para reencontrarnos como pareja después de tanto tiempo notando que lo único que ya nos unía era nuestro hijo.

La primera vez que os llamé por teléfono para confirmar el plan me sorprendió la belleza de tu voz. Me llegó la hondura, que me recordó el tacto de la madera. Imaginé tus manos grandes tocando la tierra y tu barba poblada mientras hablabas y ahí lo dejé, ni siquiera había visto una foto tuya. Fantasear es lo mío. Luego nos vimos brevemente en la cafetería de la autovía cuando nos cruzamos a medio viaje para conocernos y pasarnos las llaves. En algo había acertado: la barba poblada. Gordito o fuerte, no sé precisar, muy muy moreno, peludo y tierno.

Me pareció que los cuatro olíais igual, a una curiosa mezcla de serrín y cebolla y ya empecé a sentir envidia. Al encontrar todas aquellas ristras de pimientos choriceros colgando en el pasillo de arriba pensé que igual el olor que impregnaba vuestra ropa provenía de ellos. Aquella primera tarde en vuestra casa me puse a barrer las telarañas de los techos sin pediros permiso mientras pensaba en el concepto de naturaleza interior, en esa vida risueña que se apodera de cada rincón si se lo permitimos. En nuestro piso sólo crecen los cactus, con pinchos tan afilados y peligrosos como nuestras escasas conversaciones.

Vuestra casa tiene un habla pausada y serena. Mi hijo está fascinado con los juguetes de vuestras niñas, casi todos artesanales y con una belleza propia y diferente. Los juegos de mesa también de madera, la cerbatana y las flechas en la pared, el columpio y la escalera de cuerda en medio del salón para las acrobacias. No tenéis ni una pantalla en toda la casa y mi marido se baja al bar del pueblo por las mañanas para trabajar con su portátil y conectarse. Al menos así no discutimos. Yo suelo permanecer sentada en vuestro salón, escuchando vinilos de cantautores del mundo mientras contemplo el roble y el castaño y mi hijo enredando juega. La quietud se ha apoderado de mi ser y detenido mi mirada, apenas salgo de tu casa. Es curioso sin embargo la de cosas que acontecen en este lugar que parece de otro tiempo. Esta mañana ha llegado una mujer rubia y alta con su hija de cinco años. Ella era Laura y la niña Ane, me ha dicho. Veraneantes y por lo que veo amiga vuestra, se ha extrañado mucho de que hubieras aceptado ir a Madrid.

_ ¡Ha tenido que ser cosa de Claire! _ Ha dicho riendo, y luego me ha contado lo bien que lo pasáis en esta aldea todos en verano. Un rato más tarde ha aparecido un pastor bastante mayor con un perro canoso: Primitivo y Zar. Traía un saco de nueces para vosotros y me ha preguntado cómo llevabas tú la reciente muerte de tu hermano. Le he tenido que explicar que no somos amigos, que apenas nos hemos cruzado para darnos las llaves, que esto es un intercambio de casas nada más. Me ha dado vergüenza decir que no sabía lo de tu hermano, me lo he callado. El hombre también se ha reído:

_ Así que os intercambiáis las camas sin conoceros siquiera, vaya, ¡vaya!

Ahora duermo en vuestra cama. Dormimos. He intentado averiguar cuál es tu lado y fantaseo con una vida contigo que nunca viviré. A ratos os pienso en mi casa, entrando y saliendo de nuestro piso pequeño y abigarrado, perdiéndoos entre la muchedumbre pero percibiendo lo que casi nadie ve en la ciudad: los árboles y pájaros, las bandadas de cigüeñas regresando al sur, los brotes de primavera en los setos acosados por el cemento armado. No os visitará nadie, eso seguro. He vuelto a mirar las fotos del salón intentando adivinar quién era tu hermano y lo he encontrado enseguida, junto a Claire en una foto que tal vez sacaste tú mismo. Las mismas entradas en la frente, los labios carnosos, debía de ser mayor que tú. No imagino el dolor de perder un hermano.

Me da miedo pensar en la vuelta a Madrid el lunes, aunque estoy deseando volver a encontrarnos en el bar de la autovía. No sé bien que me está pasando. Te escribo mentalmente a todas horas como si nos conociéramos de toda la vida. Anhelo saber más de ti, aunque sé que es poco probable que eso suceda. Me he quedado con la mirada que me lanzaste al despedirnos, algo suplicante, que se incrustó en mi monólogo interior hasta transformarlo en este diálogo fantasioso. No sé cómo será nuestro reencuentro, pero mientras pienso en ello abrazo tu almohada. Me gustaría atreverme a preguntarte por tu hermano, saber cómo te ha afectado su muerte y de que falleció, poder abrazarte más despacio al despedirnos, ofrecerte que me llames cuando quieras.

Esta tarde hemos bajado los tres al pueblo y en una tienda de artesanía he encontrado algunas de tus esculturas en madera, tal y como me había indicado Laura. He comprado una con cierto rubor sin consultárselo a mi marido, he pensado que así al menos tendré algo tuyo para tocar en mi casa. Él tampoco me ha preguntado, últimamente ya casi no me pregunta nada. Aunque luego me ha dicho con su ya habitual desdén:

_ ¿Más trastos? _ Si algo estamos descubriendo en estas vacaciones es que nuestra distancia es ya irreversible. Ojalá yo pueda volver algún día aquí.

MANUEL

arbolQué delicada eres, Elena. No puedo dejar de pensar en ti, y eso que apenas nos hemos visto un cuarto de hora en ese bar de carretera. Con tu oscura melena lisa, tus pecas claras, y esos ojos que me parecieron verdes, aunque ahora dudo. Tan correcta y a la vez tan bella, como si lo quisieras disimular o si tu belleza no tuviera realmente ninguna importancia.

No sabía que iba a hacer aquí, en tu ciudad y en tu casa. Fue mi mujer la que se empeñó en que viniéramos a la capital en Semana Santa con las niñas, la que organizó todas las actividades, para intentar animarme después de este invierno de duelo y silencio. Yo sólo me ocupé de confirmar el intercambio de casa, de hacerte un par de llamadas, de concretar el lugar donde nos encontraríamos para intercambiar las llaves. Ahora sin embargo me encanta haber venido y conocer tus libros, tus armarios, las fotos de vuestros viajes que adornan el salón y la cocina. Un encuentro tan breve y que sin embargo parece haber sacudido las ramas de este dolor profundo que atenaza mi alma desde el suicidio de mi hermano. Por primera vez en mucho tiempo me despierto contento de estar vivo, de saber que existes y que, aunque sea brevemente, duermo en tu cama, en vuestra cama. Como si de alguna manera tú me acompañaras y yo pudiera al fin levantar la mirada sin que me pese la vida.

Me he preguntado varias veces si no me habré enamorado como se enamoran los imbéciles al recibir la flecha de un tal Cupido: súbita e inconscientemente. Me he sorprendido ausente, me ha costado interesarme por las exposiciones a las que Claire nos ha llevado y seguir las dos obras de teatro que nos hemos tragado. Como si tu imagen parada en el bar de carretera se hubiera instalado fijamente en mí. No es que te aparezcas en cada esquina o a cada instante, es que desde que te abracé levemente cuando os ibais no te has ido de mí, no te he dejado de oler.

Esta mañana, cuando salíamos en coche para ir a ver el monasterio de El Escorial, siguiendo las indicaciones del navegador de forma mecánica, me he metido en una calle en dirección contraria. He avanzado unos dos cientos metros antes de darme cuenta hasta que Claire y las niñas se han puesto a gritar al ver que venía un vehículo de frente. Milagrosamente hemos parado los dos a tiempo sin llegar a chocarnos. Me temblaba todo el cuerpo al bajarme del coche, dándome cuenta de que nos podíamos haber matado los cuatro si el de enfrente hubiese venido rápido. Claire se ha puesto a chillarme allí delante de todos, preguntándome si estaba tonto o qué me pasaba. El otro conductor se ha abstenido de chillarme, yo creo que compadecido ante mi horrorizado tembleque. Yo no me reconocía a mí mismo, paralizado pensando que podía haber acabado con la vida de ellas tres. Ahora al recordarlo sé que en algún lugar de mi cabeza seguía pensando en ti, la delicada profesora de historia que habita esta ciudad inmensa y que me miró a los ojos unos segundos que se me antojaron años en el bar del kilómetro 170 de la nacional 6.  Claire ha pensado que una vez más estaba recordando a Juan, mi hermano querido y perdido. Pero yo a pesar del horror del susto he sonreído al darme cuenta de que por primera vez en mucho tiempo no era el duelo lo que me tenía ensimismado, sino tu recuerdo, o tal vez mi deseo.

Mi deseo. Regresó la primera mañana que amanecimos en vuestra cama, como si quisiera jugar conmigo un rato y recordarme que la vida va a seguir fluyendo. Lo sentí con asombro y excitado me di cuenta de que Claire ya no estaba en la cama. No me importó. No es que pensara en ti, entiéndeme, pero sí que noté que ese deseo ya no le correspondía a ella.

Por primera vez en mucho tiempo he podido verme a mí mismo en los últimos meses. Desde tu casa he recordado el otoño, cuando Juan decidió poner fin a sus días al saber lo que la enfermedad le guardaba. Me he visto en la distancia, más solo y triste que nunca, no sé ni qué hubiera hecho de no tener a las niñas. Y Claire venga decirme que saliera, irritándome sin darse cuenta siquiera, pobre.

Me he pasado un buen rato mirando una fotografía tuya con tu hijo que cuelga en la nevera. En ella despliegas una sonrisa enorme que yo aún no te he visto. Por el tamaño del chico en la foto calculo que es de hace tres o cuatro años, cuando él aún tenía mucho de bebé rollizo y tu conservabas esas curvaturas que deja la maternidad reciente. Hay una alegría en tu mirada que me despierta una ternura inédita. He descolgado la foto cuatro o cinco veces y dos de ellas me la he guardado en el libro que leo, pero luego he pensado que mi robo iba a ser demasiado descarado. Menos mal que se me ha ocurrido sacar una foto de tu foto para así poder llevarla siempre conmigo.

Mañana nos volveremos a encontrar. Incluso si se rompe este hechizo celebraré haberlo vivido, saber al fin que deseo seguir viviendo.

 

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0 comentarios en “Intercambio de casas y camas”

  1. ¡¡¡¡Vaya!!!! Qué bonito!!!! Aunque sea un cuento ficticio me tocó tan profundamente, como si tratara de una historia real. ¡¡¡¡Gracias!!!

  2. Que precioso relato… Me ha emocionado y creo haber podido sentir todas las emociones que se describen. Gracias por compartirlo!

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